El día que lo iban a
despedir, Fidel se bañó apresuradamente y, arreglándose a la volada, salió del
edificio, que lo escupió a la calle. Ya suelto en el desagüe urbano, llegó
rápidamente a su paradero donde tomó una mototaxi. Llegó a tiempo. Fidel se
alegró el haber superado sus tardanzas pasadas, algo por lo que estuvo a punto
de ser sancionado por sus jefes.
Él trabajaba en La
Corporación, expresión usada tradicionalmente para designar al Instituto de
Emergencias y otras Necesidades, que, según la publicidad, es una “reconocida
compañía médica con una trayectoria de más de cuarenta años al servicio de los
más necesitados y la población en general, y que cuenta con los mejores médicos
y enfermeros de la ciudad”. A Fidel, que era enfermero de profesión, le gustaba
el perfil progresista de La Corporación, y creía que su salario relativamente
bajo era pasable en la medida que al menos le garantizaban un empleo estable,
como en ningún otro lugar del Perú.
Empezó su jornada
temprano, su papel en sala de emergencias le hacía testigo de muchas tragedias
humanas, pero curiosamente le causaban menos tensiones que las recientes
llamadas de atención que había recibido. Últimamente le observaban todo: desde
su manera de vestir hasta su actitud a los pacientes. Un día, uno de ellos se
quejó porque Fidel "lo había mirado mal" y tratado despectivamente. Aquella
vez, le impusieron un memorándum haciéndole recordar que "los pacientes
eran la razón de ser de La Corporación".
Lo extraño es que, en
su incomodidad por la presión extrema, Fidel observaba que el resto de sus
compañeros de labor cometían arbitrariedades el doble de graves que de lo que
lo acusaban. ¿A ellos también les presionarían y reprenderían? ¿O es que había
un especial interés en que él (justamente él) sintiera el poder de La
Corporación? Junto a esas reflexiones, venían recuerdos relacionados con
ciertas críticas que en alguna oportunidad deslizó sobre la precariedad de su
paga. ¿Sería desde aquella vez en que La Corporación lo miraba con malos ojos?
Pero Fidel se había
esforzado en ser leal. Muchos de sus compañeros decían de él que, a pesar de
que no era muy conversador y más bien se mostraba aislado, se notaba cierta
seriedad en su labor. Que era una pena que hubiese acabado como acabó, ya que
la manera en que lo despidieron estaba creando zozobra entre los demás
integrantes por su propia estabilidad, algo que en La Corporación no estaban
teniendo en cuenta. Fidel había corregido cada una de las falencias que le
observaron, claro que aparecían otras dificultades, pero también las iba
corrigiendo en cuanto era consciente de ellas. Nada hacía prever lo que le
hicieron.
A las 9 y 30 de la
mañana del día que lo despidieron, Fidel
estaba atendiendo a sus pacientes, cuando lo llamaron de la oficina de Recursos
Humanos. El encargado de dicha área, que siempre esbozaba una sonrisa muy
afable a todos sus dependientes, esta vez estaba acompañado del Director General.
Fidel pensó que al fin iba a recibir el aumento de salario que tanto había
anhelado con paciencia. Pero lo que recibió fue el siguiente informe:
Señor Fidel, queremos informarle que en la
etapa que usted nos ha apoyado hemos podido observar problemas en su desempeño.
Los pacientes se quejan de que usted no los trata con paciencia. Además, sus compañeros
afirman verlo aislado e inseguro, que usted no se integra a ellos. Además, nos
informa la Dirección Administrativa que usted ha estado aquejado por tardanzas
frecuentes completamente incompatibles con lo que necesita la Corporación.
Imposible, él ya había
corregido todo eso. Fidel notó que se estaban agarrando de viejos problemas
para tomar una decisión que estaba más que cantada. Qué aumento de salario, qué
mejora de condiciones, lo iban a botar como basura. Mucho tiempo después, ya en
otras circunstancias más favorables, recordaría la cara de perro del Director General
(frente a la cual la del Jefe de Recursos Humanos parecía la de un sumiso
pelele), que finalmente le dijo lo ya supuesto:
Es por eso, señor Fidel, que hemos
decidido ponerle fin a nuestra relación laboral con usted. Hemos sido tolerantes
con usted pero lo suyo ya traspasó los límites. Ha puesto en riesgo constante
la imagen de la Corporación y por ello estas son las consecuencias.
El
Director General, a quien Fidel no dejaba de ver como un perro fiel a quienes
le pagan, mordedor de cualquier gesto de dignidad que le quede a cualquiera en el
trabajo, no pudo ser más claro de la voluntad de La Corporación. Y el de
Recursos Humanos, a pesar de ser consciente de sus avances, seguro no iba a
decir nada en su favor. De nada sirvió que Fidel defendiera sus progresos, eso
no había sido registrado, o que argumentase sobre su contrato estable, eso sólo
era una ficción. Él simplemente se iba y punto.
Fidel supuso que todo este
ritual lo harían con todos los despedidos que recientemente habían sido
purgados de La Corporación. Se imaginaba minutos más tarde, saliendo con sus
cosas e implementos guardados en el local del Instituto de Emergencias y otras
Necesidades, con el alma quebrada aún más que sus bolsillos, desahuciado por su
disconformidad. Todos sus compañeros declararon que no sospechaban que su salida
iba a ser el comienzo de una larga serie de despidos que, con el amparo del
sistema laboral peruano, iba a quitarle todas las caretas populistas a La
Corporación. Ésta ya había hecho un buen dinero a costa del pueblo, pero ahora
planeaba ponerse al servicio de las clases pudientes.
Mientras tanto, Fidel nadaba
por el gran desagüe urbano, liberado en medio de la incertidumbre. A pesar del
mucho brillo solar, se esforzaba por ver en algún local médico alguna nueva
oportunidad laboral. De rato en rato, maldecía a La Corporación, con la misma
fuerza con la que la había vivado en sus comienzos, completando el ciclo que todos
los seres dignos recorren al pasar por ese infierno.