sábado, 28 de febrero de 2015

Héctor


Era toda una rutina que él disfrutaba mucho. Lo que para otros es lo más aburrido del mundo, forrar libros, y encima ajenos, para Héctor era lo más sublime. Resulta que su trabajo de logística en la biblioteca de su universidad le parecía el refugio adecuado a toda la decadencia en la que se había sumergido su comunidad.

Esforzado estudiante, Héctor logró su ingreso a la Universidad ni bien salió del colegio. Lo curioso es que, mientras estaba en ese esfuerzo, no avisó de ello ni a su madre ni a su hermano mayor. Durante el último año del colegio, él había ahorrado casi todas sus propinas, quedándose sólo con lo justo para sus pasajes. En las tardes, luego de almorzar, viajaba a la biblioteca pública de su ciudad y se la pasaba leyendo y practicando ejercicios. Nunca se preparó en una academia.

Un día de marzo, Héctor se acercó a su familia y les dijo:

- Acabo de ingresar a la universidad, es necesario que mi propina aumente.

Su madre, que siempre lo había visto como un ser desvalido, se sorprendió ante la demostración de la capacidad de su hijo menor. Mirando a su primogénito, le dijo:

- Este te va a superar.

Su hermano mayor ni se inmutó. Diplomáticamente, le dijo: ya se verá. Estaba acostumbrado a estos gestos amorosos de su madre para con Héctor, y hasta los justificaba, ya que pensaba que en una familia quien merece apoyo emocional es el más débil, no el más fuerte. El más fuerte, por supuesto, era él.

Héctor, “el débil”, pareció demostrar esa condición cuando en su primer año de estudiante fracasó estrepitosamente en todas las materias. Se vio, de la noche a la mañana, obligado a repetir todo. Ello estuvo condicionado por una aventura que tuvo. Una chica, de la que se había enamorado, lo rechazó, porque ella ya salía con alguien. Su obsesión le llevó a acosarla tanto, que un día se acercó a su casa a darle flores en frente de su pareja. Por respuesta, recibió una cachetada de la chica, y un puñetazo de la pareja de ésta. La depresión que siguió a ello explica, en parte, su pobre desempeño académico ese año.

Desde ese momento, se propuso no volver a repetir dicho error. Por supuesto que ninguno de estos sucesos se los contó a su madre. Sólo cuando su hermano mayor descubrió por casualidad su reporte de notas, él argumentó:

- Tengo derecho a fallar, si recién estoy empezando.

El siguiente año, le vino la oportunidad de su vida. Al menos, él lo tomó así. Le ofrecieron formar parte de quienes atendían en la biblioteca central de su universidad. El-mejor-trabajo-del-mundo. En medio de libros, recepcionaba las novedades una vez que eran ingresadas a un complejo sistema bibliotecológico, y sólo había que darles el toque final, es decir, una forrada para su conservación para los próximos diez años. Desempolvar libros cada semana, de pasada que podías darle una leidíta. Todo sin apuros. El pago que recibía, una miseria de 200 soles mensuales, no ameritaba acelerar el paso, cosa que la Universidad tampoco le exigía.

Así se la pasó durante dos años de su preparación universitaria. En ese período pasó por las experiencias más sublimes, pero también las más trágicas. Una tarde, casi a punto de terminar la jornada de placer-trabajo, su hermano llegó, y en medio de lágrimas, le dijo:

- Héctor, madre ha sufrido un accidente de tránsito y está gravísima, tenemos que ir a verla al hospital.

Ni bien escuchó eso, salió disparado de la biblioteca. Estar al lado de la única mujer que lo había amado, pesaba más que una estancia en medio de libros, sobre todo cuando ella estaba en dificultades.

Llegada la hora de visitas de la tarde, entraron Héctor y su hermano a la sección donde estaba internada su madre. Antes de verla directamente, el doctor encargado les dijo:

- Muchachos, tienen que ser fuertes. Su madre aún está viva, pero su accidente ha sido tan grave que en cualquier momento morirá. Traten de darle una compañía de calidad en sus últimos momentos.

La noticia les cayó como un baldazo de agua fría. El hermano mayor comenzó a llorar desconsoladamente y hasta quiso maldecir a dios. En ese momento, y contra toda posibilidad previsible, Héctor le dijo:

- Carajo, tú sabes que madre está grave y vienes con lloriqueos propios de personas inestables. Vamos con calma, sécate esos ojos, he traído algo que le dará paz a su alma.

Tal carajeada logró que su hermano se allanara a la exigencia. A lo lejos, consciente de su próxima muerte, aunque en medio de dolores inmensos, la madre vio que sus hijos se acercaban.

Llegados a su lecho. Héctor y su hermano se arrodillaron frente a su madre, como quien se arrodilla frente a la estatua de una imagen sagrada. Ella les dio su bendición.

En eso, Héctor sacó algo de su morral, y le dijo a su madre:

Mamá, ¿te acuerdas cuando nos leías cuentos a mi hermano y a mí? ¿Y cómo nos quedábamos dormidos, curando las penas por tu separación con nuestro padre? Bueno, yo no me quedaba tan dormido. Te notaba que leías con nostalgia un ejemplar de La Madre de Gorki. Mira, aquí he sacado de la biblioteca una edición reciente de esa novela.

Entonces, le recitó los pasajes que a ella siempre le parecieron los más sublimes en esa obra: No se puede matar a un alma resucitada. La verdad y la razón no se pueden apagar ni con mares de sangre.

Ante esta demostración de cariño, la madre se conmovió profundamente, y el dolor dejó de importarle. Entonces Héctor la abrazó y se despidió. Cuando hizo lo propio, el primogénito se acercó a su madre y a manera de despedida le dijo:

- Descansa tranquila, madrecita, tenías mucha razón cuando dijiste que Héctor me iba a superar. Te prometo que no nos pelearemos nunca y honraremos de esa manera tu recuerdo.

La madre murió tranquila esa misma tarde, abrazando a sus hijos y al libro de su juventud y de su soledad. Al día siguiente, Héctor devolvió la obra a su lugar, y se hizo la firme promesa de llegar a ser algún día el director de esa biblioteca.

jueves, 26 de febrero de 2015

Lita


Sabía cuál era su posición en este mundo injusto. Desde que nació en una camada de mininos, Lita supo que tampoco entre los felinos las hembras son las más privilegiadas. Se había salvado de una muerte segura en el balde con agua y detergente que doña Leonor, una vieja de barriada, le tenía preparado a aquellas que habían nacido con su órgano genital.

Lita vio como sus hermanas morían una a una, y no supo cómo agradecer cuando el señor que guardaba su coche en el patio de doña Leonor le dijo: mi señora necesita una gata para que le mate todas las ratas que entran a la cocina. Aunque aún era muy pequeña para entender el lenguaje humano, la minina intuyó que su misión iba a ser convertirse en una asesina de roedores.

En la casa de don Pepe (que así se llamaba el caritativo chofer) Lita tuvo que pasar por la difícil sobrevivencia de haber sido destetada a sólo quince días de haber nacido. Sin embargo, algo sirvió la leche vacuna que le dio la esposa de don Pepe. Así pasó dos meses, creciendo en una caja que pusieron especialmente en el pasadizo. Hasta que se hizo fuerte.

Su primera misión vino antes de lo esperado. Una noche, apenas terminó de saborear un cuero de pollo, la mandaron a la cocina. Y la dejaron toda la madrugada. En eso, vio una sombra que emergía confiada. Nunca antes había visto una rata, pero cuando la vio, sintió que se le despertaba el instinto cazador. Fuerzas evolutivas ancestrales le vinieron, aunada a una febril sensación adrenalínica, lo que le permitió cazar a su primera víctima. Esa noche, tuvo su primera experiencia como verduga, y mientras descabezaba a la rata sintió un inmenso placer, sólo comparable con la experiencia de subirse a un árbol adornado en la navidad.

Dos meses después, la mujer de don Pepe quedó embarazada. Un día, mientras ella iba de compras, su vecina le aconsejó: doña, esa gata puede hacerle daño a su bebito, será mejor que la regale. Ese fue el fin de la vida de Lita en esa casa.

Don Pepe fue conminado a deshacerse de Michina (nombre que le pusieron en su familia). Para ese entonces, él ya no guardaba su carro donde doña Leonor, sino donde Pilar, una señora joven que tenía un patio más grande, más cerca de su casa. Un día mientras sacaba su carro, vio un par de pericotes apareándose en la esquina del patio. Fue en ese momento en que le propuso darle a la gata para que le resuelva su propia infestación.

Pilar aceptó el trato, así que Michina pasó a ser parte de su familia. Ahí fue donde la bautizaron como Lita. La gata se dio cuenta de que la casa era amplia, pero acogedora. Pronto descubrió que Pilar, que era separada, tenía dos hijos pequeños, muy traviesos. Lita aprendió a divertirse viéndoles. No se acercaba a ellos, porque no quería que les pasara alguna alergia.

A veces llegaba a la casa el padre de los niños, quien sólo se dedicaba a jugar con ellos y luego se iba. Lita odiaba a ese hombre, pues jamás la veía ni le daba una caricia, como sí hacían la totalidad de las demás visitas que tenía Pilar. Un día, mientras la señora había salido a comprar, escuchó una conversación telefónica que ese hombre tenía con otra mujer. Las frases dulces y suspiros que lanzaba, contrastaba mucho con la frialdad de su trato con Pilar. Entonces creyó entender por qué él no vivía ahí.

El hombre colgó el teléfono. Mirando alrededor, vio a Lita con las orejas bien paradas. Y, contra todo pronóstico, empezó a hablarle: ¡Ay, gatita! Si tuvieras voz tal vez le contarías todo a tu ama. Pero debes saber que yo me separé de ella antes de conocer a esta mujer con la que hablo. Claro que yo nunca se lo he dicho, esta mujer no es precisamente mía. Es una mujer que se pertenece a sí misma. A ti no te deben faltar los gatos que te siguen, ¿verdad? Pues a esta mujer tampoco le faltan los hombres que se enamoran de ella, tal vez yo sea uno más en su vida. Pero aun así, intentaré conquistarla.

Le mostró entonces una caja: Mira, aquí tengo chocolates, se los voy a regalar a la mujer con la que me has pillado hablando. Tú pensarás que soy un mal padre, que debería regalarle eso a mis hijos. Pero no, michita. Yo les proveo a ellos. E incluso la comida que comes es de mi dinero. Yo solamente quiero rehacer mi vida, y que tu ama también sea feliz. Si fueras una gata creyente, te pediría que rezaras para que todo salga bien para todos nosotros, y en particular para que yo sea aceptado por la mujer que amo.

Dicho esto, acarició amorosamente el lomo de la gata, y ella sintió una electricidad que sólo pueden transmitir los hombres auténticamente enamorados.

El discurso conmovió profundamente a Lita. Los felinos también se emocionan, y desde el principio de los tiempos siempre han estado con los humanos para ayudar en lo que sean necesarios. En ese plano, la única diferencia es que los gatos no creen en Dios, así que no pueden rezar. En lugar de eso, Lita decidió ayudar al hombre en sus propósitos, de una manera fundamental para ella.

Mientras el hombre se arreglaba para ir a ver a su ser adorado, ella aprovechó para sacar rápidamente la caja de chocolates. Sacó uno a uno los mismos, y los puso en la bolsa de dulces de sus niños. Luego de realizar otra acción, cerró rápidamente la caja y de una manera delicada la puso tal como estaba antes de sacarla. Justo a tiempo. El hombre salió. Justo en ese momento llegó también Pilar, lo cual significaba que él se iba. Antes de hacerlo, le susurró a la michina:

- Gracias por todo lo que tus rezos puedan hacer por mí hoy.

Lita pues vio irse a ese hombre proteico, obligado por las circunstancias a ser padre responsable de día, y amante amoroso de noche, sin que haya destino que le permita ser ambas cosas en el mismo lugar. Sin embargo, estaba convencida de haber realizado una buena acción. ¿Qué mejor padre que les deja deliciosos chocolates a sus hijos, mientras le entrega a su amada una primorosa caja llena de restos de ratas seleccionados, una delicia digna de las mejores demostraciones de amor?

Desde ese día, Lita intuyó que su vínculo con ese hombre iba a ser más que especial.