Sabía cuál era su posición en este mundo injusto. Desde que
nació en una camada de mininos, Lita supo que tampoco entre los felinos las
hembras son las más privilegiadas. Se había salvado de una muerte segura en el
balde con agua y detergente que doña Leonor, una vieja de barriada, le tenía
preparado a aquellas que habían nacido con su órgano genital.
Lita vio como sus hermanas morían una a una, y no supo cómo
agradecer cuando el señor que guardaba su coche en el patio de doña Leonor le
dijo: mi señora necesita una gata para
que le mate todas las ratas que entran a la cocina. Aunque aún era muy
pequeña para entender el lenguaje humano, la minina intuyó que su misión iba a
ser convertirse en una asesina de roedores.
En la casa de don Pepe (que así se llamaba el caritativo
chofer) Lita tuvo que pasar por la difícil sobrevivencia de haber sido
destetada a sólo quince días de haber nacido. Sin embargo, algo sirvió la leche
vacuna que le dio la esposa de don Pepe. Así pasó dos meses, creciendo en una
caja que pusieron especialmente en el pasadizo. Hasta que se hizo fuerte.
Su primera misión vino antes de lo esperado. Una noche, apenas
terminó de saborear un cuero de pollo, la mandaron a la cocina. Y la dejaron
toda la madrugada. En eso, vio una sombra que emergía confiada. Nunca antes
había visto una rata, pero cuando la vio, sintió que se le despertaba el
instinto cazador. Fuerzas evolutivas ancestrales le vinieron, aunada a una
febril sensación adrenalínica, lo que le permitió cazar a su primera víctima.
Esa noche, tuvo su primera experiencia como verduga, y mientras descabezaba a
la rata sintió un inmenso placer, sólo comparable con la experiencia de subirse
a un árbol adornado en la navidad.
Dos meses después, la mujer de don Pepe quedó embarazada. Un
día, mientras ella iba de compras, su vecina le aconsejó: doña, esa gata puede hacerle daño a su bebito, será mejor que la regale.
Ese fue el fin de la vida de Lita en esa casa.
Don Pepe fue conminado a deshacerse de Michina (nombre que le
pusieron en su familia). Para ese entonces, él ya no guardaba su carro donde
doña Leonor, sino donde Pilar, una señora joven que tenía un patio más grande,
más cerca de su casa. Un día mientras sacaba su carro, vio un par de pericotes
apareándose en la esquina del patio. Fue en ese momento en que le propuso darle
a la gata para que le resuelva su propia infestación.
Pilar aceptó el trato, así que Michina pasó a ser parte de su
familia. Ahí fue donde la bautizaron como Lita. La gata se dio cuenta de que la
casa era amplia, pero acogedora. Pronto descubrió que Pilar, que era separada,
tenía dos hijos pequeños, muy traviesos. Lita aprendió a divertirse viéndoles.
No se acercaba a ellos, porque no quería que les pasara alguna alergia.
A veces llegaba a la casa el padre de los niños, quien sólo
se dedicaba a jugar con ellos y luego se iba. Lita odiaba a ese hombre, pues
jamás la veía ni le daba una caricia, como sí hacían la totalidad de las demás
visitas que tenía Pilar. Un día, mientras la señora había salido a comprar,
escuchó una conversación telefónica que ese hombre tenía con otra mujer. Las
frases dulces y suspiros que lanzaba, contrastaba mucho con la frialdad de su
trato con Pilar. Entonces creyó entender por qué él no vivía ahí.
El hombre colgó el teléfono. Mirando alrededor, vio a Lita
con las orejas bien paradas. Y, contra todo pronóstico, empezó a hablarle: ¡Ay, gatita! Si tuvieras voz tal vez le
contarías todo a tu ama. Pero debes saber que yo me separé de ella antes de
conocer a esta mujer con la que hablo. Claro que yo nunca se lo he dicho, esta
mujer no es precisamente mía. Es una mujer que se pertenece a sí misma. A ti no
te deben faltar los gatos que te siguen, ¿verdad? Pues a esta mujer tampoco le
faltan los hombres que se enamoran de ella, tal vez yo sea uno más en su vida.
Pero aun así, intentaré conquistarla.
Le mostró entonces una caja: Mira, aquí tengo chocolates, se los voy a regalar a la mujer con la que
me has pillado hablando. Tú pensarás que soy un mal padre, que debería
regalarle eso a mis hijos. Pero no, michita. Yo les proveo a ellos. E incluso
la comida que comes es de mi dinero. Yo solamente quiero rehacer mi vida, y que
tu ama también sea feliz. Si fueras una gata creyente, te pediría que rezaras
para que todo salga bien para todos nosotros, y en particular para que yo sea
aceptado por la mujer que amo.
Dicho esto, acarició amorosamente el lomo de la gata, y ella
sintió una electricidad que sólo pueden transmitir los hombres auténticamente
enamorados.
El discurso conmovió profundamente a Lita. Los felinos también
se emocionan, y desde el principio de los tiempos siempre han estado con los
humanos para ayudar en lo que sean necesarios. En ese plano, la única
diferencia es que los gatos no creen en Dios, así que no pueden rezar. En lugar
de eso, Lita decidió ayudar al hombre en sus propósitos, de una manera
fundamental para ella.
Mientras el hombre se arreglaba para ir a ver a su ser
adorado, ella aprovechó para sacar rápidamente la caja de chocolates. Sacó uno
a uno los mismos, y los puso en la bolsa de dulces de sus niños. Luego de
realizar otra acción, cerró
rápidamente la caja y de una manera delicada la puso tal como estaba antes de
sacarla. Justo a tiempo. El hombre salió. Justo en ese momento llegó también
Pilar, lo cual significaba que él se iba. Antes de hacerlo, le susurró a la
michina:
- Gracias por todo lo
que tus rezos puedan hacer por mí hoy.
Lita pues vio irse a ese hombre proteico, obligado por las
circunstancias a ser padre responsable de día, y amante amoroso de noche, sin
que haya destino que le permita ser ambas cosas en el mismo lugar. Sin embargo,
estaba convencida de haber realizado una buena acción. ¿Qué mejor padre que les
deja deliciosos chocolates a sus hijos, mientras le entrega a su amada una
primorosa caja llena de restos de ratas seleccionados, una delicia digna de las
mejores demostraciones de amor?
Desde ese día, Lita intuyó que su vínculo con ese hombre iba
a ser más que especial.
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