Derribadas las murallas que me daban seguridad, destrozados los cuarteles que protegían mi dignidad, hoy sufro este estado de sitio. En medio de tanta zozobra, causada por espíritus verdugos que destruyen todo lo que amaba, me sobreviene la certeza de que el universo sigue existiendo, pero con completa carencia de significados. Y mi mente, testigo de mil horrores y sufrimientos, experimenta la reducción a lo sensible, sin posibilidades de interpretación optimista de lo venidero.
Ahora estoy preso. Cautivo de mis propias carencias y debilidades, he sido condenado a una vida sin meta disfrutable. Ya alguien me recordó, pretendiendo consolarme, que mi pena no será para siempre, que en algún momento seré liberado de este sufrimiento. Pero, ¡oh desventura!, fuera de la vergonzosa reclusión, sería condenado a algo peor: al alejamiento absoluto de mis ideales.
Cuando salga de aquí, los poderes establecidos me vigilarán y bloquearán mi derecho a ser feliz, disponiendo mi retiro a responsabilidades exclusivamente caseras. Entonces, empezaré a morir lentamente, pues ahí donde la (in)justicia constriñe a la inercia de lo doméstico, sin aventuras ni pasión, ahí mismo se empieza a recorrer el camino del eterno paréntesis. Lejos del fuego de la lucha, que encendía mi alma y daba sentido a mi existencia, deberé experimentar mil trabajos y vicisitudes desagradables, que solo me harán echar de menos la calidez originaria de la vida heroica.
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