domingo, 27 de septiembre de 2015

La utilidad de lo vacío


Empezaron por cuestionar las materias menos populares. De esa forma, lanzaron la pregunta con mayor posibilidad de tener la respuesta que esperaban: "¿Para qué sirve la filosofía?". De inmediato se discutió en todo el país y, como era de esperarse, llegaron a la conclusión de que la filosofía no servía para nada. En consecuencia, anularon la materia por aclamación popular. Era clarísimo que un curso que ayudase a tener una visión autocrítica era innecesario en un pueblo de gente con una fe inquebrantable.

Más tarde, a alguien se le ocurrió el primer exterminio masivo de cursos, un verdadero ideologicidio. Preguntó: "¿Para qué sirven las ciencias sociales?". Llevado el caso a debatir, resultaba evidente que ninguna materia que involucrase relatos sobre posibilidades de mejora colectiva, como la historia, la psicología, la geografía o la economía (la aburrida economía), tenía la suficiente credibilidad para ser aceptada. ¡Mejor ir a contarse relatos en los partidos políticos, o a transformarlos en chismes de barriada! Entonces, dicho y hecho, se anularon esos cursos de la currícula.

No pasó mucho tiempo antes de que se oyeran voces que preguntaban: "¿Para qué sirve leer?". Es que, en verdad, parecía una pérdida de tiempo, habiendo tantas urgencias en el mundo, dedicarle ociosos minutos a explorar el contenido de los libros. ¿Para qué, si ya todo estaba en internet, accesible desde metabuscadores? Efectivamente, muchos (sobre todo los más al tanto de los avances tecnológicos) estaban convencidos de que la proliferación de libros, que fue la base de la civilización pre-digital, actualmente estaba obsoleta, que era mejor contar con sus versiones virtuales, algo que permitiría el rápido copiado y pegado de textos, y garantizar lo único que era importante: la presentación de trabajos con un bonito diseño, aun cuando el contenido no fuera tan novedoso, y que incluso muchos de esos trabajos eran plagios. Es que, hoy en día ya no hay nada nuevo bajo el sol. Es así que se exterminó de la lista de cursos a la literatura y al razonamiento verbal. Fue el segundo ideologicidio. La masa festejó una nueva victoria de la sociedad pragmática.

Poco a poco los cursos eran más extensos, ya que no había demasiadas materias con las que copar los horarios de escuela, y los padres no estaban dispuestos a dejar que sus hijos llegaran más temprano a su casa. De la desaparición de la filosofía, las ciencias sociales y la lectura en las aulas, prosiguió el exterminio de las ciencias naturales, consideradas algo absurdo. Habiendo tanta naturaleza fuera, ¿para qué insistir con estudiarla entre cuatro paredes? Además que resultaba peligroso hacer experimentos en clase. Luego, continuó un lento exterminio de los contenidos matemáticos. Fue todo un debate, el momento más polémico del proceso, porque la gente no tenía muy claro que fuese inútil hacer cálculos. Sin embargo, llegaron a la conclusión de que sólo bastaba con saber sumar y restar para dedicarse a trabajar, y que ello puede aprenderse de manera autodidacta.

En suma, los grandes planificadores de la educación decidieron que todo lo desarrollado en la escuela había carecido de sentido siempre. Promovieron que una vida plena y carente de tensiones empieza dejando de exigir el aprendizaje obligatorio de las ciencias. Decretaron entonces la conversión oficial de las escuelas en centros de entretención del menor de edad. Su lema en ese sentido fue: aprendemos mejor si somos felices, pero si no aprendemos, al menos permanecemos felices. Los profesores nunca estuvieron más cómodos, ya que lo único que tenían que practicar era buenos chistes para mantener contento al público estudiantil. Y los padres sabían que al fin y al cabo, estaban comprando tranquilidad en sus casas con la ausencia de chicos que ellos no sabían controlar. Ya luego, cuando sienten cabeza, se preocuparían por incorporarlos a sus propios negocios.

En medio de tanta algarabía, nadie presagió lo que iba a suceder. Una noche, un alto representante del magisterio despertó con una duda: "¿Para qué sirve pensar?". Esto, sumado al hecho de que el mencionado representante hacia gala de una honestidad brutal (en realidad, más bruta que honesta), fue suficiente para que él llevara su duda a discutirla a las sesiones del ex Ministerio de Educación, hoy Ministerio de la Felicidad. Era esperable lo que iban a concluir: pensar no sirve para nada. Es más, era hasta pernicioso. Antes de emitir su decreto, y para evitarse discusiones sobre lo que para ellos era obvio, también establecieron la inutilidad del tener sentimientos e ideales en la vida. Nuestro tiempo, afirmaban convencidos, había revelado el completo sinsentido de toda actividad espiritual. Se decretó pues la afasia del alma. Prohibido pensar, hay que priorizar el producir sin descanso. Fue así que sobrevino el trágico final: todo pareció retroceder en el tiempo, el escepticismo destruyó toda estructura compleja de las mentes. Cuando por fin se hubo logrado la desaparición de todo esquema de pensamiento, los hombres ya no pudieron celebrar. Su felicidad se volvió mera alegría o respuesta de agrado, y la única manera que encontraron para canalizar esa emoción fue con lindos saltos de mono.

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