Era toda una rutina que él disfrutaba
mucho. Lo que para otros es lo más aburrido del mundo, forrar libros, y encima ajenos, para Héctor era lo más sublime. Resulta que su trabajo de logística
en la biblioteca de su universidad le parecía el refugio adecuado a toda la
decadencia en la que se había sumergido su comunidad.
Esforzado estudiante, Héctor logró su
ingreso a la Universidad ni
bien salió del colegio. Lo curioso es que, mientras estaba en ese esfuerzo,
no avisó de ello ni a su madre ni a su hermano mayor. Durante el último año del
colegio, él había ahorrado casi todas sus propinas, quedándose sólo con lo
justo para sus pasajes. En las tardes, luego de almorzar, viajaba a la
biblioteca pública de su ciudad y se la pasaba leyendo y practicando
ejercicios. Nunca se preparó en una academia.
Un día de marzo, Héctor se acercó a su
familia y les dijo:
- Acabo de ingresar a la universidad, es
necesario que mi propina aumente.
Su madre, que siempre lo había visto como
un ser desvalido, se sorprendió ante la demostración de la capacidad de su hijo
menor. Mirando a su primogénito, le dijo:
- Este te va a superar.
Su hermano mayor ni se inmutó. Diplomáticamente,
le dijo: ya se verá. Estaba
acostumbrado a estos gestos amorosos de su madre para con Héctor, y hasta los
justificaba, ya que pensaba que en una familia quien merece apoyo emocional es el
más débil, no el más fuerte. El más fuerte, por supuesto, era él.
Héctor, “el débil”, pareció demostrar esa
condición cuando en su primer año de estudiante fracasó estrepitosamente en
todas las materias. Se vio, de la noche a la mañana, obligado a repetir todo.
Ello estuvo condicionado por una aventura que tuvo. Una chica, de la que se
había enamorado, lo rechazó, porque ella ya salía con alguien. Su obsesión le
llevó a acosarla tanto, que un día se acercó a su casa a darle flores en frente
de su pareja. Por respuesta, recibió una cachetada de la chica, y un puñetazo
de la pareja de ésta. La depresión que siguió a ello explica, en parte,
su pobre desempeño académico ese año.
Desde ese momento, se propuso no volver a
repetir dicho error. Por supuesto que ninguno de estos sucesos se los contó a
su madre. Sólo cuando su hermano mayor descubrió por casualidad su reporte de
notas, él argumentó:
- Tengo derecho a fallar, si recién estoy
empezando.
El siguiente año, le vino la oportunidad
de su vida. Al menos, él lo tomó así. Le ofrecieron formar parte de quienes
atendían en la biblioteca central de su universidad.
El-mejor-trabajo-del-mundo. En medio de libros, recepcionaba las novedades una
vez que eran ingresadas a un complejo sistema bibliotecológico, y sólo había
que darles el toque final, es decir, una forrada para su conservación para los
próximos diez años. Desempolvar libros cada semana, de pasada que podías darle
una leidíta. Todo sin apuros. El pago que recibía, una miseria de 200 soles
mensuales, no ameritaba acelerar el paso, cosa que la Universidad tampoco le
exigía.
Así se la pasó durante dos años de su
preparación universitaria. En ese período pasó por las experiencias más
sublimes, pero también las más trágicas. Una tarde,
casi a punto de terminar la jornada de placer-trabajo, su hermano llegó, y en
medio de lágrimas, le dijo:
-
Héctor, madre ha sufrido un accidente de tránsito y está gravísima, tenemos que
ir a verla al hospital.
Ni bien escuchó eso, salió disparado de la
biblioteca. Estar al lado de la única mujer que lo había amado, pesaba más que
una estancia en medio de libros, sobre todo cuando ella estaba en dificultades.
Llegada la hora de visitas de la tarde,
entraron Héctor y su hermano a la sección donde estaba internada su madre.
Antes de verla directamente, el doctor encargado les dijo:
-
Muchachos, tienen que ser fuertes. Su madre aún está viva,
pero su accidente ha sido tan grave que en cualquier momento morirá. Traten de
darle una compañía de calidad en sus últimos momentos.
La noticia les cayó como un baldazo de
agua fría. El hermano mayor comenzó a llorar desconsoladamente y hasta quiso
maldecir a dios. En ese momento, y contra toda posibilidad previsible, Héctor
le dijo:
-
Carajo, tú sabes que madre está grave y vienes con lloriqueos propios de
personas inestables. Vamos con calma, sécate esos ojos, he traído algo que le
dará paz a su alma.
Tal carajeada logró que su hermano se
allanara a la exigencia. A lo lejos, consciente de su próxima muerte, aunque en
medio de dolores inmensos, la madre vio que sus hijos se acercaban.
Llegados a su lecho. Héctor y su hermano
se arrodillaron frente a su madre, como quien se arrodilla frente a la estatua
de una imagen sagrada. Ella les dio su bendición.
En eso, Héctor sacó algo de su morral, y le dijo a su madre:
Mamá,
¿te acuerdas cuando nos leías cuentos a mi hermano y a mí? ¿Y cómo nos
quedábamos dormidos, curando las penas por tu separación con nuestro padre? Bueno,
yo no me quedaba tan dormido. Te notaba que leías con nostalgia un ejemplar de La Madre de Gorki. Mira, aquí he sacado de la biblioteca una edición reciente
de esa novela.
Entonces, le recitó los pasajes que a ella
siempre le parecieron los más sublimes en esa obra: No se puede matar a un alma resucitada. La verdad y la razón no se pueden
apagar ni con mares de sangre.
Ante esta demostración de cariño, la madre
se conmovió profundamente, y el dolor dejó de importarle. Entonces Héctor la
abrazó y se despidió. Cuando hizo lo propio, el primogénito se acercó a su
madre y a manera de despedida le dijo:
-
Descansa tranquila, madrecita, tenías mucha razón cuando dijiste que Héctor me
iba a superar. Te prometo que no nos pelearemos nunca y honraremos de esa
manera tu recuerdo.
La madre murió tranquila esa misma tarde,
abrazando a sus hijos y al libro de su juventud y de su soledad. Al día
siguiente, Héctor devolvió la obra a su lugar, y se hizo la firme promesa de
llegar a ser algún día el director de esa biblioteca.